Coja una foto de su político o personaje más odiado en estos momentos. Sí, por favor, escoja solo uno. Edítela con cualquier editor de imágenes y añádale un margen en negro, con letras en blanco, e invente un dato, tergiverse una declaración, saque algo de contexto para que acompañe a esa imagen. A continuación, súbala a Facebook e invite a sus contactos a compartirla presos todos de la indignación. Nadie le preguntará de dónde ha sacado esa información.
Los bulos que se están generando en el mundo 2.0 en estos días de crispación creciente me inquietan y, en determinados casos, me horripilan. Son noticias no verificadas que se expanden como un virus infeccioso por las redes sociales, que se comparten sin ton ni son y son creídas por un alto porcentaje de los usuarios solo porque parecen creíbles.
Que gusten más o menos no importa, la clave está en que desinforman, y como son ‘anónimas’, es tan difícil señalar al culpable de dicha desinformación como parar la expansión del fuego. En mi opinión, las redes sociales pueden llegar a ser muy peligrosas en este terreno si los usuarios no nos educamos en un sentido crítico para su utilización. No es oro todo lo que se comparte.
En muy poco tiempo, aparte de tonterías como la enésima manipulación del reloj de ‘Regreso al futuro’ para que pareciera que Maty McFly llegaba al futuro, yo he detectado los siguientes bulos (si alguien conoce más, que los aporte):
– La carta dirigida al Gobierno por parte de José Luis Sampedro que José Luis Sampedro jamás escribió.
– La subvención del Ayuntamiento de Málaga a Pitbull que IU Málaga manipuló.
– El mito sobre el número de políticos que hay en España.
– La donación de Iniesta para los afectados por los incendios en Valencia, que partió en origen de un periodista de As.
– Las bondades cuasi mágicas del Gobierno de Hollande en Francia.
Y la cuenta sigue. Más allá de que estos mensajes manipulados se lancen con una intención política, que es lo que suelen tener detrás, los ciudadanos internautas deberían ser capaces de demostrar a esas fuentes que no somos tontos, que en un momento crítico para la economía y la credibilidad del país podemos estar indignados, manifestarnos y protestar, exigir nuestros derechos, dimisiones o rectificaciones, pero sin creer ni perpetuar datos que no son ciertos. Así no ayudamos. Y es relativamente fácil que una información que afecta a mucha gente o a alguien popular acabe siendo desmentida por una fuente de fiar, pero cuando estas estrategias empiecen a calar en los contextos hiperlocales, el riesgo de ‘picar’ es más alto. Para cuando se lanza la versión desmentida, toda la audiencia objetivo ya se ha dado por enterada (difama, que algo queda).
La solución pasa por contrastar la información, y para eso hace falta tiempo y conocimientos. Aquí me suelen cabrear bastante las premisas que parten de algunos grupos de pensamiento según las cuales los periodistas ya no hacemos falta, porque somos influenciables y la sociedad se informa por sí misma con las nuevas herramientas de comunicación. Los cojones. Existen algunas cabeceras de ultra derecha que son perfectamente prescindibles, porque manipulan de forma descarada, pero eso no justifica el fin del periodismo. Contrastamos, seleccionamos, equilibramos y, sobre todo, asumimos responsabilidades.
Dado que no siempre se pueden confirmar esos mensajes ni contrastar esas informaciones, solo nos cabe dudar, acudir a las fuentes y desconfiar de toda fotografía o letrero digital que no traiga su correspondiente enlace. Toda la información está ahí fuera… La comunicación online nos hará libres si nos seguimos aferrando a las herramientas que posibilitan nuestra información sin límites. Y a sus obreros.
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